martes, 1 de febrero de 2011

Una de las paradojas de la felicidad

 

Quizá podría afirmarse que la felicidad constituye la última meta del ser humano, su más importante aspiración. Ahora bien, ¿qué es ser feliz? Las respuestas varían, y no quiero entrar ahora en ese berenjenal. Sin embargo, hay gente empeñada en medir y cuantificar la felicidad. Por ejemplo, Forbes emplea datos objetivos, matemáticos, para medir el supuesto nivel de felicidad de los países y concluir que Noruega, Dinamarca y Finlandia son los tres países con un mayor índice de felicidad. Más interesante me parece el estudio llevado a cabo por Happy Planet Index, pues en él además se incluye la percepción individual y subjetiva de la felicidad (un estado que es evidentemente subjetivo). Según el estudio en cuestión, los países más felices del mundo son Costa Rica, la República Dominicana y Jamaica. Pero ya este estudio se había realizado hace unos doce años, y entonces no se tomaron en cuenta los factores objetivos, sino únicamente se preguntó a las personas si se consideraban felices o no. En aquella encuesta resultó que las personas más felices eran los nigerianos, seguidos por los venezolanos y los nacidos en Bangladesh. En este primer estudio, los países más desarrollados (los primeros según la lista de Forbes) se situaban bastante a la cola.

¿Por qué esta paradoja? ¿Por qué la sensación de felicidad no comulga con el bienestar material? He leído que los científicos llaman a este fenómeno la “paradoja del progreso”, y para explicarla recurren a aquello de que no se trata de lo que tengamos, sino de lo que deseemos tener. Parece que nuestras exigencias aumentan más rápidamente que nuestro estándar de vida. Pero, a medida que se elevan, su satisfacción se hace más complicada. Ergo, los países pobres están llenos de gente feliz, satisfecha con lo que tiene, y viceversa. Las sociedades desarrolladas se caracterizarían por el estrés, la irritabilidad y el mal humor, todavía se desea un mayor bienestar del que se posee, y todos ellos serían motivos para criticar a dicha sociedad, para sentirse en última instancia infelices. Pero yo me pregunto: ¿Y no será que esa felicidad inmune a las contrariedades de los nigerianos contribuye precisamente a su ruina? ¿Que esa conducta de no permitir que el delito y la mediocridad los hagan infelices lleva a que el delito y la mediocridad campeen a sus anchas? ¿No será el mal humor y la falta de tolerancia ante estos problemas lo que lleva a una sociedad a solucionarlos?

Si fuera este el caso, entonces habría que dejarse de complacencias y cultivar la mala leche y una tolerancia cero ante cualquier problema o injusticia con el fin de mejorar nuestra sociedad. Estaríamos más amargados, pero viviríamos en una sociedad más justa, igualitaria y opulenta.

Pienso ahora en un país como Noruega, tan rico y ordenado y aburrido que sus habitantes se suicidan porque sus vidas transcurren sin sobresaltos de ningún tipo, en una de las democracias más limpias y transparentes existentes, porque disfrutan de tanto bienestar que los jóvenes no se sienten estimulados ni para trabajar ni para estudiar, pues lo tienen todo resuelto desde que nacieron. Incapaces para disfrutar el paraíso en el que viven. Al mismo tiempo, Nigeria se caracteriza por todo tipo de problemas: pobreza, sobrepoblación, injusticia, delincuencia, inseguridad, inestabilidad política, baja esperanza de vida, etc etc. ¿Por qué no añoran los felices nigerianos la infelicidad de los noruegos? ¿O es que sí lo hacen?

viernes, 21 de enero de 2011

La imagen que vale más de mil palabras

The_Toxic_Skies_of_Chernobyl_by_Dextera

Un error garrafal

 

Aprendemos equivocándonos. El binomio ensayo-error resulta ineludible. Pero una serie de errores conduce al fracaso. ¿Cómo aprender entonces sin fracasar? Y peor: ¿Cómo pudimos crear una sociedad tan competitiva, que encumbra al “ganador” (que no existe) mientras estigmatiza a los perdedores (es decir, a todos)? He aquí un error garrafal, una enorme estupidez.

La vida casi nunca sale como queríamos. La cosas salen mal, como demostró ya Murphy. ¿Es eso tan malo?